"La Culpa la tiene el Indio"


“Por Marcelo Figueras para el Cohete a la Luna”

Pocos días atrás —es vox populi— cumplió años el Indio. Setenta. Una edad sobre la que bromeamos siempre porque le permitiría reclamar prisión domiciliaria, lo cual frustraría a los pocos (pero vocales, y omnipresentes en los medios), comisarios de la miseria humana que disfrutarían viéndolo preso.

  Imagino que Macri comprende que el Indio representa una amenaza para sus planes, del mismo modo en que la rata desconfía de la trampera. Me pregunto, incluso, si el Indio no formará parte de los 562 argentinos —y no pongo argentinas, porque Macri habló específicamente de hombres— a quien soñaba meter en un cohete y enviar a la luna para precipitar el cambio de país con el cual dice soñar.

  El Indio nace en pleno auge del peronismo flamante, que le permite vivir una infancia dorada. Su padre, que había hecho carrera en el correo desde lo más bajo del escalafón —guardahilos en el sur más desértico—, es ya por entonces un funcionario reconocido en la empresa nacional y al ver lo que pasa en el país se peroniza, creyéndolo auspicioso. Carlitos crece como un niño feliz hasta 1955, año que marca el fin de su inocencia: tienen que sacarlo de la escuela platense porque los bombardeos golpean cerca y, ya con la Fusiladora en el poder, sufre el despido encubierto de su padre, que es forzado a “jubilarse” a los cincuenta y pocos. En cuestión de meses, Carlitos pasa de vivir en Disneylandia —habría que decir Peronlandia, pero ustedes entienden el símil— a vivir en Dickenslandia: de una Navidad que significaba Meccanos a la siguiente en que no hubo más regalo que un par de medias y gracias, desde que su padre cobraba su magra “jubilación” cada tres meses. Solari padre encaja lo ocurrido cayendo en lo que por entonces se llamaba surmenage y hoy llamaríamos depresión machaza. Pero resurge de las cenizas y se reinventa como pionero en la costa que todavía era agreste, donde hoy está Valeria del Mar.

  Carlitos queda solo en La Plata y crece como un personaje de la mejor picaresca. Curioso, entrador, dueño absoluto de su libertad, salta de un secundario a otro, juega al póker, descubre a Los Beatles y va detrás de cualquier personaje que le parezca lo suficientemente interesante. (En casa de un amigo mayor conoce a Piazzolla y a Rovira, a quienes oye tocar en vivo por primera vez.) A esa altura ya oscila entre compañías ilustradas y atorrantes de lo peor, entendiendo que ambos mundos tienen mucho que ofrecerle. Le toca hacer una colimba desopilante, digna de un guión de Age y Scarpelli filmado por Monicelli, y a los pocos meses se convierte en desertor y fuga a la costa que era tierra de nadie.

  Pronto comienza a pudrirse todo en el país, pero Carlitos no forma parte de la juventud politizada que se convierte en blanco predilecto de la violencia. Tiene conocidos y amigos que sí militan, con los que discute e intercambia pareceres. (Muchos de ellos desaparecen.) Cuando se le pregunta por qué se mantuvo aparte cuenta su versión, que es la válida: a esa altura ya había abrazado la cultura rock con todo lo que traía aparejado —pacifismo, experimentación química, universalidad, la libertad que demanda el arte antes que las constricciones de la política formal— y eso lo ponía en las antípodas de la militancia y sus obligaciones. Pero también, claro, cabe una explicación complementaria.

  Carlitos —Indio, ya a esa altura, y no precisamente por su docilidad— había pasado los primeros años de su vida en el seno de una familia amorosa, aupado por un país próspero y generoso. Uno de sus primeros recuerdos es aquel de los camiones que salían del correo antes de las fiestas de fin de año, cargados de sidra y pan dulce para la gente. (Por favor, no me salgan ahora con la acusación de clientelismo o pelotudeces semejantes. El Estado no tiene por qué ser el siervo de los mercaderes que es hoy, su deber es virtuoso y pasa por el cuidado real de su gente, que para algo paga impuestos.) Y al experimentar el verticalismo al pedo de la práctica militar después de conocer la libertad absoluta, imagino que no habrá dudado. La política de vanguardias iluminadas, organizada a lo castrense y partidaria de la violencia no podía ser lo suyo. Mucho antes de que la cultura rock le proporcionara letra y sentido a lo que intuía verdadero, la primera experiencia de vivir según el principio ordenador del placer se la había proporcionado el peronismo que conoció desde el ’49.

“La murga de los renegados”

  Explicar el fenómeno de Los Redondos es tan improbable como explicar el peronismo. Pero eso no me impide arrimar el bochín. Yo creo que el primer público de Los Redondos vivía cada presentación como una fiesta porque los artistas —tanto los músicos como las bailarinas, actores, monologuistas y demás amateurs que se presentaban con ellos— lo experimentaban como una fiesta real, un disparate durante el cual todo lo que podía salir mal salía mal y precisamente por eso era más divertido — porque introducía el elemento impredecible en una sociedad que hasta entonces vivía regulada por el miedo. A pesar del desbande y el cultivo del delirio como estilo, hablaban de un mundo peculiar, del que nadie hablaba: el microcosmos de los freaks que habían experimentado la psicodelia y por eso optaron por mantenerse al margen de la sociedad bienpensante. (Un territorio de frontera donde la gente, por cierto, era más interesante.)
Su nombre fue una moneda que empezó a rodar durante la falsa primavera alfonsinista, pero aunque podía confundírsela con otras bandas que posaban de frescas y descontracturadas, eran por completo otra cosa. Habían empezado a presentarse en público haciéndo lo que se les cantaba el culo y como se les cantaba el culo, y siguieron haciendo exactamente eso mientras el público se multiplicaba. Durante ese tránsito los cazadores de novedades se desenamoraron y/o fueron desplazados de los shows por gente distinta, una marea oscura que excedía al público del rock cortesano de los ’80, más futbolera que seguidora del Hit Parade londinense. Y que aunque no estaba en condiciones de decodificar el ochenta por ciento de lo que el Indio decía, pescaba lo esencial: que la banda, pudiendo aspirar a comprarse el cotillón con que todos se disfrazaban, había elegido quedarse del mismo lado de la mecha donde vivían ellos. Si algo entendí después de escudriñar su vida durante años, es que el Indio disfrutó tanto de la vida cuando pudo descorchar su primer Dom Perignon como cuando no tenía más posesión terrenal que un pantalón al que además había recortado. (Y esto no es una metáfora, es literal.)

  Los redondos —me refiero ahora a las bandas, al pueblo ricotero— pescaron al vuelo que lo importante era la actitud: la defensa de la independencia, que es lo mismo que decir de la propia libertad, sea cual sea el precio al que cotice en ese momento histórico. San Martín lo puntualizó en una de sus cartas con claridad insuperable: si hay que vivir en bolas como los indios, seguiría siendo un precio a saldar a cambio de vivir como uno lo decida, sin que ello signifique resignar derechos elementales. En este sentido hay dos formas de releer las canciones de Los Redondos y de Solari solista que no deberían escapársenos.

  La primera es como una historia alternativa de la Argentina 1980-2019, contada desde aquellos seres que eligieron marginarse voluntariamente de la sociedad con la que no comulgaban del todo, pero también desde el pueblo que sólo aparece en los medios en la Sección Policiales o cuando lo reprimen. Su atención está focalizada en los tejidos sociales que son los primeros en revelar que el sistema hace agua o pedalea la bicicleta de un bienestar virtual, o insuficiente. Por eso a mediados de los ’80, cuando se usaba el chupete de la socialdemocracia, la corrección política se coronaba reina y ellos todavía visitaban a amigos militantes que seguían en la cárcel, eligió no hablar tan sólo de los presos políticos —que es lo que habría quedado bien y le habría granjeado prestigio en los kioskos donde eso importa— sino decir todo preso es político. Por eso a fines de los ’90, cuando medio país rezaba por la continuidad del uno a uno, elegió hablar de los que se habían quedado afuera de la tómbola. Escuchar hoy La murga de la virgencita —esa canción que habla de una nena de 13 que se ve obligada a prostituirse entre los camioneros— es tremendo, porque no hay forma de sacarse de encima la certeza de que alrededor nuestro se está gestando una nueva generación de ‘virgencitas’ y ‘virgencitos’.

  La segunda forma de leer su obra es, al menos a mi juicio, tanto o más interesante.

Continuará…...
  

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